18 mayo 2006

MAR


Como cada mañana el viejo marino se llegaba hasta el malecón. No el grande sino el más pequeño y antiguo, más allá del arrabal.
Ese era su reconfortante momento, donde notaba la brisa del mar chocar contra su cara resquebrajada por los años en alta mar.
Y sus ojos grises se arqueaban bajo sus gruesas cejas intentando alcanzar más de lo que su cansada vista le permitía.
No había nada mejor es el mundo que ese instante. Ni placer más absoluto. Que al compás de los gritos de las gaviotas recordar lo que un día fue.
Entonces cerraba los ojos y el sol matinal empezaba a calentar su rostro y su poblada barba gris. Y a su memoria llegaban los rumores de otros mares.
Mares que había cruzado con su goleta. Y veía preciso, como acuchillaba el mar.
Escuchaba atento como bramaba la gualdrapa y hasta el crujido de la madera.
Sus dedos curtidos se asían a la barandilla que el tomaba como bastón. Pues tanta emoción, tanta melancolía, exaltaba su anciano corazón.
Entonces pensaba que bueno seria fumarse un cigarro ahora, si no se lo hubiera prohibido aquel medico jovenzuelo como un grumete.
Y así. Erguido como un faro de poniente sacaba una rosa de su chaqueta y la mantenía entre sus dedos observándola.
Era una rosa fresca, recién comprada en el mercado de las flores.
Aun mantenía algunas gotas de agua con las que la rociaba la florista. La acerco lentamente al precipicio acuático y la lanzo a el.
El suave balanceo de las olas no tardo en alejarla hacia el interior del mar.
Y así le dio los buenos días a su gran amor. Su otro gran amor le esperaba en casa con el nieto preparado para llevarlo al colegio.
Y se alejo lentamente perdiéndose en el malecón central hacia la ciudad.

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